La fusión entre la religión católica y la tradición andina,
convierte a Bolivia en un país donde se entremezclan multitud de ritos paganos y cristianos
Cuando este
artículo se publique, habrá pasado ya una semana desde hoy, momento en el que
escribo. Es viernes, 9 de noviembre, y me toca abandonar La Paz. Tras una
semana en la capital de Bolivia, mi viaje se desvía hacia el sur. Primera
parada: Potosí. Me interesa mucho conocer cómo vive hoy la que, en el siglo
XVI, fue considerada la ciudad más rica del mundo gracias a sus innumerables
minas de plata. Hace cinco siglos, los emperadores y reyes europeos no
ocultaron su admiración por el emporio argentífero más grande del mundo, tanto
que enviaron a una docena de cronistas a conocer en el terreno los relatos y
las historias más fabulosos sobre la opulencia de esta ciudad que llegó a oídos
de todo el mundo. Hoy, Potosí vive en la ruina, rememorando la abundancia y la
riqueza de antaño que tan concienzudamente saquearon los españoles. Por eso
escribo con tanta antelación, porque ni siquiera sé si podré conseguir una
buena conexión a Internet.
Pero volvamos a La Paz. Una semana después de mi llegada al
Altiplano boliviano, muchas son las cosas que me han sorprendido y que nunca
olvidaré. Es la primera ciudad que visito donde los vehículos tienen preferencia sobre los peatones.
Una ciudad donde la fe católica ha irrumpido con tanta fuerza que la Iglesia se
desmarca como la institución en la que más confía el pueblo boliviano. La Paz
es una capital caótica, pero bastante cómoda. Todo el centro se puede recorrer
a pie, y para llegar a los extremos, la mejor opción es usar uno de los cientos
de furgonetas que la colapsan diariamente a modo de autobuses públicos.
Fetos de llama. Foto: locuraviajes.com |
Además, La Paz es, sin duda, uno de los corazones urbanos más
representativos de la cultura tradicional andina. Sus habitantes, la mayoría con rasgos
indígenas, portan vestimentas típicas llenas de colores vivos que llaman la
atención de cualquier visitante. Además, la capital boliviana se presenta como
un mestizaje entre la cultura precolombina y los mitos y tradiciones católicos
aportados posteriormente por los colonos españoles. Sin duda, una de las calles
más místicas de la ciudad es la que acoge al Mercado
de las Brujas. Cabe destacar, primeramente, que La Paz es un
gran mercado al aire libre. Rara es la zona en la que no encuentras puestos
ambulantes que venden de todo lo que puedas imaginar. En algunas zonas se
multiplican de tal forma que en apenas unos metros de distancia puedes
encontrar desde unas naranjas, hasta un teclado por menos de 30 euros.
Pero como decía, el mercado que más ha llamado mi atención es el
de Las Brujas. En el cruce de las calles Jiménez y Linares, se amontona una
decena de tiendecillas donde se pueden comprar desde ratas o ranas disecadas
hasta amuletos, pócimas o misteriosos remedios naturales. Pero si hay un
artículo que llama la atención por encima del resto es el feto
de llama. Sin duda espeluznante, este ‘amuleto’ se entierra para ofrendar a la diosa
Pachamama, especialmente cuando se construye una nueva casa o se emprende
un negocio. Sin embargo, hay quien va más allá. La ofrenda a la tierra, a la
Pachamama, es tan importante en la cultura inca que cuando lo que se va a
levantar es un gran edificio, los mismos obreros se encargan de enterrar debajo
de él a un borracho o mendigo. Es un secreto a voces en el país, pues si no lo
hacen, aseguran que los trabajadores sufrirán graves accidentes y se niegan pro
ello a trabajar. Como ejemplo, aconsejo ver el film Cementerio de
los elefantes, donde además de este rito ancestral, se puede
entender la fuerte relación que existe entre la población boliviana y el
alcohol, tanto que, aseguran, en La Paz existen varios ‘cementerios’ donde
indigentes o marginados sociales se encierran voluntariamente para pasar sus
últimos días en soledad y consumiendo alcohol en grandes cantidades hasta morir.
La relación con la muerte
Otra de las costumbres que más sorprende a ojos occidentales es la
relación que existe entre los vivos y los muertos, una tradición marcada, una
vez más, por la fusión de las prácticas cristianas con las costumbres de las
culturas prehispánicas. La concepción de la muerte es totalmente distinta a la
de occidente. En la cultura aymara, la muerte no constituye un episodio
trágico, sino un ciclo más de la propia vida. Por eso, el 1 y el 2 de noviembre
son, más que días tristes y de recuerdo de las personas fallecidas, una gran
fiesta para todo el pueblo boliviano. Es en este mes cuando se siembra y
también cuando comienzan las lluvias, por eso la tradición aymara asegura que
las almas vuelven en esa fecha para traer fecundidad y fertilidad a las tierras
del país.
Es por esto que el primero y el segundo día de noviembre, las
familias se reúnen en el cementerio para depositar alimentos
y flores en las tumbas de sus fallecidos. Ofrecen estos dones a
las almas de los muertos que, durante ese día, vuelven de sus montañas para
convivir durante 24 horas con sus familiares y amigos. Ofrendas, música y
oraciones se entremezclan en los cementerios bolivianos durante esos primeros
días de noviembre.
Aunque llegué con el tiempo justo para comprender tan importante
ritual, sí decidí permanecer en La Paz el 8 de noviembre para vivir ‘in situ’
el Día de las Ñatitas.
De nuevo, una celebración pagana prehispánica que se entremezcla con la cultura
católica, porque los paceños celebran con el mismo ahínco la Navidad como las
ofrendas a su Pachamama. Una semana después de la visita del alma de los
difuntos, el cementerio de La Paz acoge a gran cantidad de devotos, que llegan
a camposanto acompañados por cráneos humanos,
decorados con flores, gorros, gafas o sombreros. Estas calaveras, conocidas
como Las Ñatitas, son objeto de devoción desde tiempo inmemorial y protegen las
casas de quienes las poseen.
Centenares de personas se agolpaban en la ermita del cementerio
para escuchar la misa católica. Después, varios mozos se encargaban de bendecir
cada una de las ñatitas, que son portadas por sus dueños en cajas de zapatos,
urnas o bandejas. Pero, ¿de dónde salen los cráneos y
a quién pertenecen? Esta
fue la pregunta que se me vino a la mente tras contemplar tan espeluznante
espectáculo. “Son regalos que pasan de generación en generación”, me indicaron.
Parece ser que muchos de estos cráneos se robaron de algunos
cementerios clandestinos y pasaron de mano en mano por generaciones, eso sí,
siempre como regalo, pues es casi imposible comprar uno. Tras hablar con alguno
de los devotos que poseen estas ñatitas, pude entender la fe ciega que tienen
en este ritual. Hablan con las calaveras como si fueran uno más del grupo y
aseguran que se sienten protegidos por ellas.
Pero también hay polémica. Hace
unos años, el arzobispo de La Paz pidió a los ciudadanos que dejaran descansar
en paz a estos restos, e instruyó a los curas para que no bendijeran los
cráneos. Sin embargo, esto no ocurre, aunque sí que es cierto que el cura que
ofició la misa de las ñatitas, no bendijo a ninguna, sino que lo hicieron unos
chavales a las puertas del templo.
Tras este rito, las familias que poseen estas ñatitas llenan el
cementerio de La Paz de música, comida y alcohol, a pesar de que este año la
policía intentó restringir al máximo el acceso de bebidas al camposanto paceño.
En estas celebraciones, los cráneos son los verdaderos
protagonistas. Se les reza, se les habla, se les canta, se les
da de fumar, de comer y de beber. Todo con un respeto máximo hacia esa ñatita
que les ha de proteger después durante todo el año desde el altar que cada una
tiene en las respectivas viviendas de sus protegidos.
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