El 9
de noviembre el pueblo catalán se pronuncia sobre la independencia. Será una
consulta voluntaria y ‘alegal’ puesto que el Tribunal Constitucional prohibió
cualquier tipo de referéndum oficial. Unos días más tarde, el 23 de noviembre,
el pueblo canario pretendía manifestar su opinión sobre si Repsol puede
explotar sus costas en busca de petróleo. Pero el Gobierno también ha instado
al Constitucional para que prohíba la consulta. ¿Por qué tanto miedo a que el
pueblo se pronuncie?
Todavía hoy, en pleno siglo XXI, con la
irrupción casi descontrolada de las nuevas tecnologías, la barrera que existe
en nuestro país entre los ciudadanos y las decisiones de sus gobernantes es
infranqueable. Tout pour le peuple, rien par le peuple (Todo para el pueblo,
pero sin el pueblo), lema del despotismo ilustrado de Carlos III a mediados del
siglo XVIII sigue hoy más vigente que nunca. Aunque con un pequeño matiz: si en
aquellos años las monarquías absolutas gobernaban para el pueblo abusando de su
poder y con un claro perfil paternalista, hoy roban el poder al pueblo para
gobernar en claro beneficio de bancos, multinacionales y grandes compañías en
general.
Unos meses antes de las elecciones, los
partidos políticos, especialmente PP y PSOE, prometen y prometen. Llegan
incluso a contradecir las propias decisiones que han tomado en los años
precedentes. Todo vale para convencer a la masa apática y adormecida. Solo les
quieren por el voto. Nada más les importa. Ganar, ganar, ganar. Y una vez
conseguido el objetivo lo traducen en una especie de cheque en blanco que les
permite hacer lo que les venga en gana, esté o no en el programa electoral,
favorezca o no a los ciudadanos. Y si alguien se queja, el dogma de siempre:
sabemos lo que hacemos y lo hacemos por ti. Dentro de cuatro años, si no te
gusta lo que hemos hecho, podrás castigarnos. Fin de la historia.
Este interés paternalista del gobierno
hacia sus ciudadanos, anteriormente denominados súbditos, es comprensible en
tanto en cuanto sus decisiones afectan a la masa en beneficio de los poderes
económicos y las grandes economías. Por tanto, ¿qué ocurre cuando los
ciudadanos alzan la voz para intentar opinar? No se les escucha lo más mínimo y
si insisten, se les censura y se les reprime.
Actualmente, nuestro país está viviendo
dos casos muy similares donde la opinión ciudadana choca frontalmente con los
intereses del Gobierno. El primero es el de Cataluña, donde el próximo 9 de
noviembre, se ha convocado una consulta para preguntar a los vecinos y vecinas
de esa comunidad autónoma si preferirían la independencia de España. Sin duda,
algo lícito en cualquier país democrático del mundo, excepto en España. Aquí,
el gobierno presionó para que el Tribunal Constitucional bloqueara la consulta
y aunque lo consiguió, no podrá evitar que haya una consulta voluntaria. Para
algunos “demócratas” como Alicia Sánchez Camacho, líder del PP en Cataluña, que
el Tribunal Constitucional prohibiera pronunciarse a los catalanes era una
“clara victoria de la democracia”. ¿Desde cuándo prohibir votar a alguien es un
ejemplo de democracia?
El petróleo en Canarias
El otro caso que se vive en España es
bastante más grave y, por ende, ha sido silenciado con mayor ahínco por los
medios de comunicación generalistas. ¿O acaso sabían que el 23 de noviembre hay
(o había) convocada una consulta ciudadana en Canarias? Hace unos meses, cuando
visité las islas de Lanzarote y Fuerteventura, me sorprendió ver por todas las
calles pintadas y carteles con lemas como “prospecciones no” o “Fuera Repsol”.
Investigando un poco me enteré de que Repsol había encontrado posibles bolsas
de petróleo y que el gobierno le había dado el visto bueno para que confirmara
su hallazgo y comenzara la extracción. La concesión de este permiso sin consultar
a nadie ha generado un intenso debate político, medioambiental y social.
Mientras el Gobierno central apuesta por la explotación de estos yacimientos
—de haberlos—, el de Canarias y los Cabildos de Lanzarote y Fuerteventura se
muestran en contra.
No hay duda de que esta actividad conlleva
numerosos riesgos para el medio ambiente, la biodiversidad, la población y,
concretamente, para la actividad turística como actual motor económico de la
región. El presidente canario, Paulino Rivero, anunció que convocaría una
consulta para el 23 de noviembre para preguntar al pueblo canario si apoya o no
las extracciones petrolíferas en su territorio. Sin embargo, el Gobierno
nacional del PP se opuso a esta consulta alegando que la autonomía no tiene
competencias sobre esta materia. “Si hubiese una consulta sobre una cuestión
que no compete a la comunidad de Canarias, no sería conforme a derecho, y por
lo tanto sería ilegal y el Gobierno actuaría en consecuencia”, explicó el
ministro José Manuel Soria. Dicho y hecho. El Consejo de Ministros denunció la
consulta al Tribunal Constitucional y el Gobierno canario tuvo que recular y esperar a que haya una decisión.
Sin embargo, yo me pregunto: ¿un ciudadano
no tiene derecho a opinar sobre si el gobierno da permiso a una multinacional
para que destroce las costas que hay frente a su casa y que además son el gran
reclamo del turismo que le da de comer? Pues parece que no. Y en caso de que
tuviera ese derecho tampoco se podría hacer nada, puesto que nos encontramos
ante el gobierno más reacio a consultar a la ciudadanía.
De hecho, desde que la Constitución
española se aprobara mediante referéndum en 1978, solo se ha usado esta fórmula
de consulta ciudadana en dos ocasiones más. En 1986 para apoyar la permanencia de España en la OTAN y en 2005 para
aprobar la Constitución Europea. Casualmente, dos consultas donde
tanto PP como PSOE se mostraban claramente a favor del sí.
En otros países como Noruega, las
consultas ciudadanas están a la orden del día. Los políticos participan
semanalmente en entrevistas públicas, dan la cara en los programas de
televisión y cualquier decisión compleja y que despierte división se lleva a
referéndum para que sea el pueblo soberano quien decida lo que se hace. En
España, nada más lejos de la realidad. Por desgracia, para nuestros políticos,
asfixiados por los casos de corrupción, lo más democrático es votar cada cuatro
años y después hacer y deshacer a su antojo sin que nadie pueda abrir la boca
para recriminarles o cuestionarles. Saben perfectamente que la mayoría de sus
decisiones cuentan con un amplio rechazo, pero, como decía más arriba, no
gobiernan para el pueblo, sino para las grandes empresas y el sistema
financiero. Ellos son los que mandan y el pueblo no es más que la excusa
perfecta para dar un supuesto perfil democrático a sus autoritarias medidas.
Pero ha nacido Podemos. Y por primera vez
en 40 años los pilares de PP y PSOE empiezan a tambalearse. Un partido que pide
abiertamente la opinión de sus simpatizantes, que quiere conocer la opinión
ciudadana antes de tomar una decisión seria. Las nuevas tecnologías están
ayudando a que la democracia interna de esta formación sea eficaz y
contundente. Y por eso asusta a los dos grandes, que ve como la intención de
voto que hasta ahora han copado empieza a desaparecer. La ciudadanía está
harta. Harta de no poder decidir, de tener que sufrir las consecuencias de las
nefastas decisiones de quienes nos gobiernan y, lo que es peor, de ver cómo se
enriquecen a nuestra costa, robando a manos llenas y sin recibir castigo alguno
por sus desmanes. Por suerte, el pueblo despierta. Y siempre que eso ocurre los
cimientos del sistema se tambalean para devolver al suelo a quienes tan seguros
se creían allá arriba.
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