Cuando Malasaña se convirtió en la ‘zona Triball’ los vecinos de toda la
vida se dieron cuenta de que algo no iba bien. Pero ya era demasiado
tarde. En el Cabanyal de Valencia siguen resistiendo, al igual que
ocurre en El Raval barcelonés o en el famoso barrio burgalés de Gamonal.
La gentrificación se ha colado de lleno en la vida de los barrios más
humildes de las grandes ciudades y su proceso demoledor ha arrasado con
las familias originarias de esos lugares y con su pequeño comercio.
Pero, ¿entendemos realmente en qué consiste esta injusta moda?
Ramón y María viven en el barrio valenciano del
Cabanyal desde que nacieron. Su casa, una antigua y modesta barraca de
pescadores, fue adquirida por los padres de María al poco de acabar la guerra
tras verse obligados a abandonar Buñol, su pueblo natal, en busca de empleo en
la ciudad. Hoy, esta pareja de ancianos, con más de 70 años cada uno, molestan.
Parece que ya no les quieren en su barrio de toda la vida y se sienten
desubicados. Muchos de los vecinos y amigos que han convivido décadas junto a
ellos han sucumbido a las presiones del ayuntamiento y del capital inmobiliario
y han abandonado El Cabanyal para irse a pasar sus últimos días a las afueras
de Valencia, apartados de su gente, de su barrio, de su vida.
Pero Ramón y María son fuertes. No quieren perder la
batalla. Por eso participan en las protestas que organiza la Plataforma Salvemos
el Cabañal, que desde hace años lucha abiertamente contra el Ayuntamiento
de Valencia, dirigido por la alcaldesa popular Rita Barberá, para frenar la
gentrificación que pretende ‘modernizar’ el barrio. La cruda historia de estas
dos personas anónimas no es excepcional. Es el sinvivir por el que pasan
cientos de familias de barrios tan populares como los de La Latina y Malasaña
en Madrid, el del Raval en Barcelona o el de Feria-Alameda de Sevilla. Pero,
¿qué oscuro significado esconde ese culpable directo llamado gentrificación?
Como bien explica Óscar Muñoz, del Observatorio Metropolitano, fue la socióloga británica
Ruth Glass la pionera, allá por 1964, en usar este concepto “para denominar los
cambios ocurridos en determinados barrios londinenses en creciente deterioro
ante la llegada de nuevos residentes de poder adquisitivo medio-alto (“the
gentry” – los burgueses)”. La posterior renovación y rehabilitación de estos
barrios hasta entonces olvidados “provocó una revalorización del stock del
parque de viviendas, produciéndose así un gradual desplazamiento de los
residentes de bajo poder adquisitivo que habitaron esas zonas con anterioridad”.
En definitiva, la gentrificación es un proceso de
transformación urbana en el que la población original de un barrio más o menos
deteriorado es progresivamente desplazada por otra de un mayor nivel
adquisitivo a la vez que este se renueva. Familias que llevan décadas viviendo
en barrios obreros, vivibles, en pequeños guetos ajenos al individualismo
imperante y donde el tejido social, la organización vecinal y la solidaridad
siguen muy presentes, son expulsadas, dispersadas y reubicadas en urbanizaciones
del extrarradio para ceder ese barrio vivible y acogedor a los hipster de nuevo
cuño. Es decir, a gente joven y activa que demanda más oferta cultural y de
ocio y menos centros sanitarios y polideportivos. Y de la mano de estos vecinos
originarios desaparece también el trabajo en común, las asociaciones vecinales
y el pequeño comercio para dar lugar a un nuevo modelo donde prima la
individualidad y lo estético. Surgen barrios bonitos para ser contemplados,
pero no para ser usados. De la casa al trabajo, del trabajo a casa. Pero eso
sí, atravesando un barrio encantador donde los caros comercios con aire vintage
y los gastrobares de diseño le ganan la partida a las tabernas con aroma a vino
de pitarra que durante décadas sirvieron para lugar de encuentro y debate
vecinal.
Los causantes
El mercado inmobiliario necesita seguir obteniendo
beneficios de la ciudad, que no deja de estar en un contexto capitalista en el
que su explotación genera muchas rentas. Si a este interés mercantil sumamos el
apoyo incondicional de la administración y de la industria cultural, obtenemos
un prototipo estándar de barrio gentrificado.
La manera de actuar es sencilla: la administración –en
este caso los ayuntamientos- someten a un abandono sistemático al barrio en cuestión,
por lo que se produce un deterioro progresivo. Los vecinos se quejan y piden
mejores servicios: los autobuses sufren grandes retrasos porque se recorta el
servicio, los barrenderos no llegan a todas las calles y la basura se acumula
junto a las aceras… El barrio se devalúa, caen los precios, acoge a familias
más desestructuradas y aumenta la conflictividad.
Es justo entonces cuando una empresa privada decide
hacerse cargo de la reurbanización del barrio: La renovación de sus calles,
fruto de la desinversión y el abandono administrativo, se convierte en una
actividad altamente lucrativa para la empresa en cuestión, que se presenta como
la única esperanza de los vecinos.
El objetivo de todo este proceso es la ganancia
especulativa obtenida a través del cambio sufrido en el valor del suelo y los
inmuebles en la fase de abandono de la zona y su posterior revalorización. Por
tanto, la dejadez de la administración y el supuesto desinterés del capital
inmobiliario son causas fundamentales para que se dé el proceso de
gentrificación. Es, por ejemplo, lo que ha ocurrido en el barrio de Malasaña,
en pleno centro de Madrid. Concretamente en el área conocida ya como “Zona Triball”.
El barrio Triball
El abandono de esta zona de Malasaña por parte de la
administración fue mayúsculo. Además hubo una persecución desmedida a la vida nocturna del barrio, con fuerte
presencia policial y control sistemático a todos los bares del ‘triángulo’. Y
en ese momento llegó el proyecto privado de Triball, que se presenta como una
asociación de comerciantes que representa a un conglomerado de empresas
inmobiliarias, promotoras y administradoras de fincas que en realidad esconden
un monopolio de una única empresa, Rehabitar
Gestión S.A., una promotora inmobiliaria especializada en la compra y
rehabilitación de edificios antiguos para el mercado residencial en la zona
centro de Madrid. Se presentaron en 2007 como los salvadores: Compraron a muy
bajo precio multitud de inmuebles, muchos de ellos a vecinos que estaban
deseando vender ante el abandono que sufría el barrio, y se encargaron de
reurbanizarlo, convirtiéndose así en la única esperanza para los vecinos que
quedaron. Lo que estos no podían saber es que desde entonces la especulación se
hizo presente en el barrio y la presión para que abandonaran sus antiguos
inmuebles se multiplicó sin control. El barrio ya no les pertenecía. Tenían que
irse.
Además, la morfología de las construcciones cambió
considerablemente. Si las viviendas antiguas de la zona se correspondían con
grandes espacios habitacionales de más de 100 metros cuadrados, hoy, las nuevas
construcciones de Malasaña se caracterizan por ser pequeños pisos de menos de
50. Es decir, se ha duplicado el número de viviendas en la zona y se han
disparado los precios ante el considerable aumento de la demanda, ya que el
barrio se ha puesto de moda entre una sociedad joven, pudiente y que reclama
cultura. Por eso, los vecinos que mantienen rentas antiguas o que simplemente
rompen con la nueva estética del barrio tienen que desaparecer. A su vez, el
poder adquisitivo de los habitantes se ha multiplicado y con ello el número de
negocios elitistas y de tipo gourmet. Y todo gracias a la permisividad de la
administración, que, una vez más, demuestra que los intereses mercantiles están
por encima de los derechos ciudadanos. Mientras tanto, la ola especulativa que
azota el barrio obliga a cientos de vecinos a abandonar las calles que les han
visto crecer. Unos vecinos que, apesadumbrados, han visto morir un barrio que,
tras la reclamada resurrección, les resulta totalmente ajeno y distante.
Muchas luchas abiertas
Pero no todo está perdido. La respuesta ciudadana se
hace cada vez más visible. Los modelos de Gamonal en
Lucha (Burgos) o de Salvem
el Cabanyal en Valencia son claros ejemplos de barrios que no quieren
sufrir las supuestas mejoras que les traerá la gentrificación impulsada por
empresas y ayuntamientos. En Barcelona existe la Asamblea del
Raval que lucha por evitar esta triste práctica en el barrio más
multicultural de la capital catalana, y en Madrid, el Observatorio Metropolitano trabaja contra la
gentrificación en barrios como Malasaña, Chueca o La Latina, pero también con
los nuevos casos que se empiezan a dar en los barrios de Tetuán o
Lavapiés.
Pero el proceso parece no tener fin en la capital. De hecho,
entre Carabanchel y Usera, en la avenida de Antonio López, ya se ha proyectado la construcción de un gigantesco centro comercial y de un
gran complejo de oficinas que podría ser la última estocada para el pequeño
comercio de la zona, así como para sus vecinos, que ya están viviendo los
efectos de la gentrificación que ha traído la consecución del proyecto Madrid
Río.
El capitalismo no se sacia. Está claro que a nadie le
gustan los barrios abandonados, marginales y deprimidos. Sus vecinos son los
primeros que piden una revitalización, pero no a cualquier precio. Y es
obligación de la administración sanar esas carencias con políticas sociales. Lo
triste de esta historia es que hace mucho tiempo que los políticos dejaron de
trabajar al servicio de los ciudadanos para hacerlo al servicio de la
especulación y de los intereses privados. Con estas supuestas mejoras, los
barrios son más vistosos, más ‘cool’, se llenan de artistas, de hipsters con
barbas pobladas, de galerías de arte, de gimnasios fitness y de centros
culturales privados. Pero se vacían de centros de salud, de polideportivos, de
parques, de pequeños comercios y, especialmente, de personas.
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