George
Orwell, autor de 1984 y Rebelión en la granja, llegó a Barcelona en 1936 dispuesto a luchar contra el
fascismo. Encontró una ciudad en plena revolución e ilusionada ante el futuro,
y acabó enrolado en la milicia del POUM. Pronto fue destinado al frente de
Aragón, donde reinaba una desesperante inactividad. Este pasaje recogido en Homenaje a Cataluña, nos acerca a aquella dramática guerra que en muchos frentes
fue esperpéntica y fratricida:
George Orwell (con un perro) y, tras él, el también escritor Ernest Hemingway |
(…) No parecía haber la menor esperanza de que se entablase una
batalla de verdad. Al salir de Monte
Pocero había contado mis cartuchos y comprobado que solo había disparado tres veces
al enemigo en casi tres semanas. Dicen que matar a un hombre
cuesta mil balas, y a aquel paso yo iba a tardar veinte años en matar a un
fascista. En Monte Trazo las líneas estaba más cerca y se disparaba más, pero
estoy convencido de que nunca le acerté a nadie. En realidad, en aquel frente y en aquella
etapa de la guerra, las auténticas armas no eran los fusiles, sino los
megáfonos: ya que no se podía matar al enemigo se le gritaba.
Es tan extraordinario ese método de hacer la guerra que necesita explicarse.
Cuando las líneas estaban al alcance de la voz, siempre se
cruzaban gritos. Nosotros decíamos “¡Fascistas,
maricones!”, y ellos: “¡Viva España! ¡Viva Franco!”; y cuando
sabían que había ingleses al otro lado: “¡Marchaos a vuestro país, ingleses!
¡No queremos extranjeros!”. En el bando republicano, en las milicias de los
partidos, proferir gritos de propaganda
para minar la moral del enemigo era ya una técnica habitual. En
todas las posiciones lo permitían, se proveía de megáfono especialmente a unos
cuantos hombres, en particular a los equipos de ametralladoras, y se les
encargaba que se pusieran a vociferar. Por lo general gritaban
discursos trillados, llenos de sentimientos revolucionarios, que explicaban a los soldados
fascistas que no eran más que mercenarios del capitalismo internacional, que
estaban luchando contra su propia clase, etc., y los instaban a pasarse a
nuestro bando. El discurso se repetía una y otra vez conforme se iban turnando
los hombres, y a veces proseguía casi toda la noche. No cabe duda de que tenía
algún efecto: todos decían que el goteo de desertores fascistas se debía en
parte a aquella propaganda. Bien pensado, la consigna “¡No
luches contra los de tu clase!” tenía que causar impresión cuando la oían una y otra vez en la
oscuridad de la noche aquellos pobres diablos que estaban de guardia, muertos
de frío, hombres que al vez fueran miembros del sindicato socialista, o del
anarquista, y que estaban allí en contra de su voluntad. Es posible que
resolviera el dilema de desertar o no desertar.
Por descontado, estas
tácticas no se ajustan a la idea inglesa de la guerra. Confieso
que me quedé blanco y me escandalicé la primera vez que lo vi. ¡Querer convencer al enemigo en
vez de matarlo! En
la actualidad considero que, se mire como se mire, era una maniobra legítima.
En la guerra de trincheras corriente, si no hay artillería es muy difícil
causar bajas al enemigo sin causarlas también en el propio bando. Si se puede
inmovilizar a determinada cantidad de hombres haciéndolos desertar, eso que se
gana; los desertores son más útiles
que los cadáveres, pues pueden proporcionar información. Pero al principio nos dejó
boquiabiertos, y nos hizo creer que los españoles no se tomaban muy
en serio aquella guerra suya.
El que daba los gritos en el puesto del PSUC que teníamos a la derecha era un maestro en aquel arte. A veces,
en vez de gritar consignas revolucionarias, se ponía a contar a los
fascistas que comíamos mucho mejor que ellos. Su descripción de
las raciones republicanas era un poco fantasiosa.
—¡Pan caliente con mantequilla! -decía, y su voz retumbaba por el valle solitario-. ¡Aquí estamos sentados y untando mantequilla en pan calentito! ¡Deliciosas rebanadas de pan con mantequilla!
Estoy convencido de que aquel hombre, al igual que los demás, no había visto la mantequilla en los últimos meses, pero oyendo hablar de pan caliente con mantequilla, de noche y con frío, es indudable que a los fascistas tenía que hacérseles la boca agua. Hasta a mí se me hacía, y eso que sabía que estaba mintiendo.
—¡Pan caliente con mantequilla! -decía, y su voz retumbaba por el valle solitario-. ¡Aquí estamos sentados y untando mantequilla en pan calentito! ¡Deliciosas rebanadas de pan con mantequilla!
Estoy convencido de que aquel hombre, al igual que los demás, no había visto la mantequilla en los últimos meses, pero oyendo hablar de pan caliente con mantequilla, de noche y con frío, es indudable que a los fascistas tenía que hacérseles la boca agua. Hasta a mí se me hacía, y eso que sabía que estaba mintiendo.
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