Cuántas veces hemos dicho eso de... lo que aguantaban antes las cosas y la poca vida que tienen ahora. ¿No os habéis fijado que por la calle es más frecuente ver algún que otro Seat 127 o Renault 5 que un Seat Toledo del 91 o un Ford Fiesta Turbo? ¿Por qué cuando termino de pagar un coche ya no sirve?
Incluso, y sin irme muy atrás, ¿no habéis visto que en casa de vuestros abuelos seguían funcionando perfectamente bien los televisores en blanco y negro y los hornillos de gas butano? ¿De verdad hemos avanzado con tanta televisión Full HD LED 3D o vitrocerámicas de inducción?
Hace unos días, vi en el muro de una amiga (Pi Lar) el enlace de un documental que nos aconsejaba encarecidamente ver. El título lo dice todo: Comprar, tirar, comprar. El tema principal, la obsolescencia programada. ¿Alguien tiene idea de qué estoy hablando?
En Livermore, California, el parque de bomberos de la ciudad se ha convertido en una atracción turística más. Allí, desde 1901 hay una bombilla que nunca ha dejado de funcionar. Como bien dice el diario El País en un reportaje homenaje a tal hazaña, “es una reliquia de una época en las que las cosas se hacían para durar”. ¿Quiere esto decir que los productos de consumo se elaboran ahora con una especie de fecha de caducidad predeterminada? Exacto.
En 1924, se creó en EEUU un nuevo cártel que afectó a todo el mundo desarrollado. Los productores de bombillas decidieron limitar a 1.000 horas la vida útil de su producto. Cuando Edison patentó su primera bombilla, ésta tenía una vida superior a las 1.500 horas. Hablamos de 1881. Es más, cuando este cartel se reunió, las bombillas ya tenían vida superior a las 2.500 horas de uso. ¿Tenían los ingenieros que investigar en contra de sus propios principios? Es decir, ¿para crear productos de menor calidad? Tanto es así que las empresas que decidieron saltarse la norma y seguir construyendo bombillas de larga duración fueron duramente sancionadas. Y ganó el cártel. En 1940, ninguna de las nuevas bombillas fabricadas en el mundo tenía una vida real mayor a las 1.000 horas de uso.
En los felices años 20, antes del Crack de 1929, nace en EEUU la sociedad de consumo y, con ella, la producción de masas. Los precios caen porque aumenta la producción y, por tanto, aumenta el consumo innecesario. Es en esos años cuando se empieza a hablar de la obsolescencia programada, en contraposición a los viejos fabricantes que siempre habían tenido por objetivo elaborar productos fuertes y duraderos.
¿Es este consumo desmedido sostenible? Como se afirma en el documental, cualquier persona que crea que el crecimiento ilimitado es compatible con un planeta limitado, o está loco, o es economista. ¿Sabéis por ejemplo que las impresoras llevan un chip que registra cada copia efectuada para que, cuando llegue al límite de “vida” establecido por el fabricante deje de funcionar? ¿O que las medias de nylon dejaron de fabricarse porque eran tan resistentes que no se rompían?
Y, lo que es más grave, ¿qué ocurre con todos los residuos que genera ese consumo desmedido? La mayoría de esas tecnologías inútiles acaban en países del tercer mundo como Ghana. Aunque según acordó la ONU este tipo de medidas está totalmente prohibida, cada día llegan a estos países subdesarrollados decenas de contenedores repletos de residuos tecnológicos procedentes del “primer mundo”. Los mercaderes los declaran como productos de segunda mano e incluso alegan estar luchando contra la brecha digital que existe entre el norte y el sur. Lo que no dicen es que el 80% de los productos que envían no pueden repararse y acaban en vertederos.
Por eso, creo que entre todos tenemos que luchar contra el eslogan de crecimiento viable, infinito y sostenible. Necesitamos un cambio de lógica. Verdaderamente, me cae mal la gente que se vanagloria de tener 20 pares de zapatos, 30 o 40 camisetas y otros tantos pantalones o vestidos. No me gusta la gente que va a pasar el día a un centro comercial o se mata por una prenda rebajada que ni siquiera necesita. Al menos, mi conciencia está tranquila. Tengo tres pares de pantalones, dos pares de zapatillas y uno de zapatos, 7 u 8 camisetas, dos jerséis y un par de cazadoras. Un móvil de segunda mano (que mi hermana ya no quería), un portátil y una impresora. ¿Y sabéis que? Soy tan feliz o más que aquellos que tienen armarios y armarios de cosas, coches que no utilizan o casas en el campo, la playa y la ciudad.
Y es que si la felicidad dependiera del consumo, deberíamos ser absolutamente felices porque consumimos 26 veces más que hace apenas 150 años. ¿Lo somos? ¿Somos 26 veces más felices que aquellos que remendaban sus ropas hace siglo y medio porque el mismo vestido tenía que durar tres décadas?
Gandhi afirmaba que el mundo es lo suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero demasiado pequeño para colmar la avaricia de unos pocos. Como sigamos así, su profecía se cumplirá.
Os dejo el documental Comprar, tirar, comprar para aquellos que lo quieran ver:
2 comentarios:
Hola señor Val! Te doy toda la razón. Nosotros solitos, y generalizo, nos estamos deshumanizando y/o subdesarrollando; con cosas como esta y con otras, que tienen y no que ver con esto, como aquellos niñatos que fumaban (tabaco) a escondidas en la cuadradiscoteca del otro día!!
Saludos.
Alberto.
Enhorabuena por tu blog, David! y en concreto por este artículo. He caído en tu blog por azar mientras hacía búsqueda documental en la red. Curiosamente me encuentro en proceso de escribir un artículo sobre esta cuestión y el concepto mismo de desarrollo. La cuestión inicial es la siguiente:
Desarrollo infinito como única vía para mantener los niveles de empleo?
Es la crisis actual una consecuencia inevitable del ciclo normal de desarrollo económico occidental moderno? O estamos ante la desaparición del paisaje de la idea de desarrollo como la conocemos hoy, a consecuencia de los cambios económicos/ medioambientales recientes?
En caso de que conozcas más fuentes de información al respecto, te agradecería enormemente tu apoyo.
Un saludo!
Cristina Jiménez
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