Emplazada en la ribera del Manzanares, muy cerca del metro Puerta del Ángel, esta sala ha vivido ininterrumpidamente cinco décadas de vida nocturna pero, tras lo visto ayer, no está en su mejor momento. Según su web, “integrados en un mismo entorno, encontrará diferentes ambientes entre los que hallará el más apropiado a sus exigencias. El único local de Madrid aclimatable a todas las estaciones del año, convirtiéndose en un oasis permanente en el centro de la ciudad”.
Carcajada monumental. ¿A quién pretenden engañar? Cuando llegamos al lugar en cuestión, sólo estaba abierta la sala central y con música house ensordecedora y muy poco comercial... Pero vayamos por partes.
Tras tomar unas copas en casa, salí con mi compañera de piso y dos amigas más a ver qué se cocía en tan renombrado lugar. Después de hacer la cola de rigor (no era muy larga porque llegamos en torno a la 1 de la madrugada, es decir, bastante pronto), controlan nuestros DNI y nos preguntan por qué lista acudíamos. Es decir, que si vais (algo no muy aconsejable), más vale que conozcáis a alguien de los relaciones públicas del lugar para ahorraros así el precio de la entrada. Nosotros dimos el nombre del nuestro y, en el siguiente control nos preguntan si queremos la oferta de dos copas por 15 euros. ¡¡Ofertón!! Claro, pregunto cuánto vale una copa sin más... Respuesta: 10 euros. Bienvenidos a la noche madrileña. Tras la puñalada trapera, acepto la oferta y entramos.
Una especie de palmera con toque caribeño preside la sala central, a la que se accede por unas escaleras. Cuatro robots de luces con cañones verdes dejan entrever un ambiente peculiar. Las chicas deciden ir al baño. Mientras las espero me percato de la fauna del garito. Jóvenes (y jóvenas, como diría la ex ministra Aído) vistiendo galas más propias de Amy Winehouse o Lady Gaga y más hormonados que los personajes de Física o Química. Es decir, primer vistazo, nauseabundo.
Cuando salen las chicas, me indican que la mejor opción para no perder abrigos y bolsos es acudir al guardarropa. Al llegar, cola de órdago y otro buen rato de espera. En el mostrador, dos señoritas nos dicen que protegen nuestras vestimentas de vándalos y maleantes por el módico precio de dos euros... Pero lo más divertido son los carteles que decoran el lugar, donde explican claramente que la empresa no se hace cargo de las pertenencias que puedan desaparecer... dentro del ropero. Gran política de empresa, no hay duda.
Bajamos a la pista. El house suena atronador, más todavía cuando empieza a entremezclarse con varias pistas techno. ¿Hay gente que pueda soportar esto durante más de dos horas seguidas sin caer en la locura? Miro al reloj. La 1:30. Se va a hacer complicado aguantar.
Mientras tanto, decenas de chavales con gorritas a medio poner y chicas con pendientes de aro donde algún jilguero podría hacer el triple salto mortal empiezan a llenar la sala. Sinceramente, con una camisa y unos vaqueros parecía el tío más casposo del mundo rodeado de tanta camiseta ajustada (de las que marcan lorzas y músculos a base de proteínas de gimnasio), piercings en lugares insospechados y maquillajes diseñados por la máquina que un día Homer regaló a Marge en un famoso capítulo de Los Simpsons... Además, casi todos ellos perdían gran parte del tiempo enganchados a sus PDA, iPod, Blackberrys y no sé qué más innovadoras tecnologías... ¿Hasta de fiesta tienen que estar enchufados al Tuenti?
Pero todavía había más... Agárrense que vienen curvas. Ahogado en mi angustia, voy a la barra a pedir un gintonic. Veo que no hay Larios, era de esperar. Si lo pido siempre, además de porque me gusta, es porque es la única ginebra que en este tipo de sitios no es garrafón, ya que ni les merece la pena molestarse por su económico precio... El caso es que no había. Y digo bueno... ya que va a ser matarratas, al menos que sea cinco estrellas. Pido Tanqueray. Le doy un sorbo, confirmo mis sospechas, y lo que es peor, veo que el vaso está desportillado, por lo que casi me corto. En ese momento, veo a la camarera que tiene una servilleta apretada en su dedo... y pienso, ¿no se habrá cortado con mi vaso? La miro y le cuento el problema y... sí. Efectivamente. La chica me dice: “Es verdad, yo me he cortado, pero no sabía con qué”. Genial. Increíble. Entonces, coge mi cubata (de 7,5 euros) y lo aboca en otro vaso. Ale, toma tu gintonic. Como nuevo.
Todavía flipando y ojiplático perdido por lo surrealista de la situación, vuelvo al lugar de origen y compruebo que la música sigue siendo tan bailable como al principio. Bases atronadoras y gente saltando y moviéndose espasmódicamente, llevando siempre cuidado de que las gorras apoyadas en la cabeza no se fueran por tierra y contando sus sensaciones en Twitter. Además, para más inri, los chavales más guays fumaban cigarrillos como hasta no hace mucho se fumaban los porros. Es decir, escondiéndoselos en la mano, mirando a todos lados y guiñando el ojo a las gachís en patética muestra de jactancia.
Conclusión, a las tres de la madrugada decido pedirme el segundo gintonic mientras pensaba en mi añorado Puntillo. Vuelvo a la barra, ahora con Fani, comprobando que esta vez el espectáculo estaba a apenas medio metro de allí. En la esquina de la barra, una chinita (o similar) y un garrulo estaban casi literalmente echando un polvo, y perdón por la expresión, entre la barra y la pared... Fani y yo, nos miramos sorprendidos, y mientras veíamos la porno que nos ofrecían en directo, decidimos que estaba llegando la hora de salir de aquella especie de sodomía orgiástica gigante.
Volvimos a nuestro lugar en la sala central y, de pronto, los chavales se agolpan frente al escenario que había delante del DJ. ¿Qué pasa? Imaginen la respuesta más primaria posible: Aparecen cuatro chicas más operadas que Nuria Bermúdez, bailando medio desnudas con menos gracias que Tamara Seisdedos, acompañadas por un tío que, bueno... mejor que sea Fani quien opine de él. Nos apartamos de la marabunta, yendo un poco hacia atrás y escondiéndonos en la negrura, pero nuestra incredulidad no nos deja impasibles. Nos fijamos en esas gogós venidas a menos y flipamos por enésima vez en La Riviera. Operadísimas hasta las cejas, las dos de delante daban grima (pero menos) y las dos de atrás, que jugaban en un caballito de feria, subiendo y bajando por la barra, eran simplemente... sacadas de una película de Almodóvar. Podéis haceros una idea.
Conclusión: a medio espectáculo gogó, con los chavales todavía agolpados en el escenario, muchos de ellos intercambiando saliva con diversas chicas a la vez y rodeados de explosiones hormonales por doquier, Fani y yo nos miramos, decidiendo salir de allí. Además, las otras dos chicas que nos acompañaban habían desaparecido una hora y media antes. Fuimos a por nuestros abrigos y, una vez que encontramos la puerta, salimos corriendo de allí. Para siempre jamás.
Por la calle, ambos comentábamos el surrealismo vivido esa noche. ¿Nos hemos hecho tan mayores? ¿Va a pique esta sociedad? ¿A dónde estamos llegando? Por favor, aclaradnos las ideas... Porque nosotros lo vemos todo demasiado negro.
P.D. La próxima vez que vaya a un lugar así, prometo contaros mis sensaciones twitteando cada experiencia. XD
3 comentarios:
¡Qué buena experiencia!
Ahí hay ideas que podemos aplicar al Puntillo, ¿no? Jajaja
Si queremos acabar con él... jejeje
¡Menudo panorama!
Yo estuve allí en un concierto de Enrique Morente con Lagartija Nick, y tengo que decir que estuvo muy bien :P (Eso, y que la gente que estaba detrás de la palmera se estaba acordando de toda su familia xD)
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