Varios libros han caído ya en las muchas horas de autobús que
estoy sufriendo por Bolivia y Perú. Según mis cálculos, en las últimas tres
semanas han sido más de 120 horas las que he pasado sobre ruedas. Y leyendo y
leyendo, he terminado con un clásico que me ha hecho pensar en Andalucía a
pesar de los miles de kilómetros que ahora me separan de ella. Especialmente,
me he acordado de las aguerridas gentes de Somonte, el SAT y de su incansable
lucha. Lean, a ver qué les recuerda…
Los propietarios de las tierras o, con
mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. (…) Los
arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos
mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos.
(…) Si un banco o una compañía financiera
eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco o la Compañía, necesita,
quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un
monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no
asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y
esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo.
Algunos de los enviados estaban orgullosos de ser los esclavos de señores tan
fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones.
Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo
sabe.
Los arrendatarios, en cuclillas,
asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe.
Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara…
- (…) Bueno, es demasiado tarde. Y los
enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más
fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar
la renta: lo puede hacer. (…) Pero, entiendes, un banco o una compañía, no lo
pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran
beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren,
igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste, pero es así. Sencillamente
es así.
- (…) Los arrendatarios levantaban la
vista alarmados. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?
- Os tendréis que ir de las tierras. Los
arados saldrán por los portones.
- Sí, claro, gritaban los arrendatarios,
pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella,
nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto
es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la
propiedad, no un papel con números.
- Os tendréis que ir.
- Sacaremos nuestras armas, como hizo el
abuelo . ¿Y entonces qué?
- Bueno, primero el sheriff, después las
tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para
quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los
hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos
vamos a ir? No tenemos dinero.
- Lo sentimos -dijeron los enviados-. El
banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en
una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis
recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no
vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te
basta con alargar la mano ya tienes una naranja, siempre hay una cosecha por
recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios
arrancaron los coches y se alejaron.
Ahora las personas que estaban en movimiento,
que iban en busca de algo, eran emigrantes. Las familias que habían vivido en
una pequeña parcela de terreno y que habían vivido y habían muerto en un
espacio de cuarenta acres, que habían comido o pasado hambre con lo que
producían esos cuarenta acres, tenían ahora todo el oeste para recorrerlo. Y se
extendían presurosas buscando trabajo; las carreteras eran ríos de gentes y las
cunetas a los bordes eran también hileras de gente. Tras estas gentes venían
otras. Las grandes carreteras bullían de gente en movimiento.
(…)El movimiento les hizo cambiar; las
carreteras, los campamentos a orillas de los caminos, el temor al hambre, y la
misma hambre, les transformaron. Cambiaron porque los niños debían pasarse sin
cenar y por estar en constante e incesante movimiento. Eran emigrantes. Y la
hostilidad les hizo indiferentes, los fundió, los unió: la hostilidad que hacía
que en los pequeños pueblos la gente se agrupara y tomara las armas como para
rechazar a un invasor, brigadas con mangos de picos, dependientes y tenderos
con escopetas, protegiendo el mundo contra su propia gente.
En el oeste cundió el pánico cuando los
emigrantes se multiplicaron en las carreteras. Los que tenían propiedades
temieron por ellas. Hombres que nunca habían tenido hambre vieron los ojos de
los hambrientos. Otros que nunca habían deseado nada con vehemencia, pudieron
ver la llama del deseo en los ojos de los emigrantes. Y los hombres de los
pueblos y de las suaves zonas rurales adyacentes se reunieron para defenderse;
y se convencieron a sí mismos de que ellos eran buenos y los invasores malos,
tal como debe hacer un hombre cuando se dispone a luchar. Dijeron: esos
malditos son sucios y ignorantes. Son unos degenerados, maníacos sexuales.
Estos condenados son ladrones. Roban todo lo que tienen por delante. No tienen
el sentido del derecho de la propiedad.
Y esto último era cierto, porque ¿cómo
puede un hombre que no posee nada conocer la preocupación de la propiedad? Y
gentes a la defensiva dijeron: Traen enfermedades, son inmundos. No podemos
dejar que vayan a las escuelas son forasteros. ¿Acaso te gustaría que tu
hermana saliera con uno de ellos?
Los oriundos se autoflagelaron hasta
convertirse en hombres de temple cruel. Entonces formaron unidades, brigadas, y
las armaron… las armaron con porras, con gases con revólveres. Esta es nuestra
tierra. No podemos permitir que estos se nos suban a las barbas. Y los hombres
que iban armados no poseían la tierra, pero ellos creían que sí.
(…) Y los emigrantes bullían por las
carreteras, el hambre y la necesidad reflejadas en sus ojos. No tenían ningún
argumento, ningún sistema, nada excepto su número y sus necesidades.
(…) Y esto era bueno porque los salarios
seguían cayendo y los precios permanecían fijos. Los grandes propietarios
estaban satisfechos y enviaron más anuncios para atraer todavía a más gente. Y
los salarios disminuyeron y los precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco
tendremos siervos otra vez.
Fragmentos de Las uvas de la ira de John Steinbeck. EEUU – 1939
Saquen sus propias conclusiones
Gracias al Colectivo Escuela Libre por su genial resumen
(escuelalibre.org)
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