La corrupción es un
problema endémico de nuestra sociedad. Antaño tumbó gobiernos y señaló
culpables. Actualmente, aunque sigue preocupando a los españoles, se asume con
resignación e indefensión. Hoy lunes, Día Mundial contra la Corrupción,
intentamos dar algunas respuestas. ¿Tenemos que arrodillarnos ante esta lacra?
El pasado mes de noviembre, los españoles remarcaron una vez más la corrupción y el fraude como
su mayor preocupación, junto al desempleo y la crisis económica. Sin
embargo, este mal endémico parece no importar a los políticos de turno, que
siguen dictando leyes de Transparencia totalmente
opacas, indultando a condenados por fraude o haciendo la vista gorda
ante procesos tan graves como el Caso Bárcenas o el de los ERE en Andalucía.
Por eso, en Melior.is hemos decidido hablar con José Miguel Fernández Dols,
psicólogo social experto en corrupción. ¿De quién es el problema? ¿Por qué se
actúa con tanta ligereza? ¿Forma parte de nuestra forma de ser? ¿Hay solución?
Son muchas las preguntas que teníamos en mente y estas, algunas de las
respuestas.
¿Cómo podemos entender el fenómeno de la corrupción
desde una perspectiva psicológica? ¿Forma parte de nuestra naturaleza
humana?
Sí, detrás de todo sistema normativo que imponga un principio de bien común
está la tentación de traicionar al sistema y utilizar en provecho propio los
bienes comunes sin contrapartida. Los ejemplos van desde viajar sin billete,
aprovechando un transporte público pagado por todos los contribuyentes (y dos
veces por los viajeros) hasta embolsarse millones de euros del erario público
para fines privados.
¿Por qué hay sociedades más propensas a la corrupción?
¿Cuánto influye la cultura de cada sociedad en esto?
Es un debate clásico en ciencias sociales. Hay teorías que vinculan el
subdesarrollo o la menor prosperidad con la falta de cultura cívica de una
sociedad. Habría sociedades cívicas en las que los ciudadanos se perciben como
agentes activos y responsables que esperan respeto porque ellos respetan las
instituciones; su opuesto serían sociedades con “cultura de súbdito” en las que
los ciudadanos se consideran sujetos pasivos, con una sumisión a la autoridad
más aparente que real y sin sentido de la responsabilidad social más allá de
sus familias o amigos. Ninguna sociedad es perfecta, pero hay sociedades que
son más imperfectas que otras. Por razones históricas, culturales… unas tienen
una mayor tolerancia a los atentados contra el bien común que otras. El otro
día llegaba de un vuelo transoceánico a Barajas y hacía cola para pasar el
control de pasaportes. Una pareja se había equivocado de cola y, haciendo caso
omiso del empleado que controlaba las colas, se saltó las barreras para irse a
otro control de pasaportes. Además, insultaron al empleado por decirles que
tenían que respetar los turnos. Es una anécdota trivial, pero en Estados Unidos
habrían acabado en el suelo, esposados. Aquí, con frecuencia, ni se nos pasa
por la cabeza que una transgresión contra el bien común tenga necesariamente
consecuencias. Las que realmente preocupan son las transgresiones contra la
autoridad, esas sí tienen consecuencias. Fíjese que si desentrañamos la
anécdota el asunto tiene más miga de lo que parece. No es solo la pareja
transgresora. Es que las autoridades de Barajas no consideran necesario poner a
un agente de policía para garantizar que nadie se salte la cola, causando un
prejuicio a los otros ciudadanos, basta con un empleado sin aparente autoridad.
Los policías están para otras cosas, como vigilar las entradas VIP etc. La
gente, en un país, aprende a “leer” esos mensajes desde pequeño. Lo que es
importante respetar y lo que no. Y en España, como dijo hace años, el sociólogo
Víctor Pérez Díaz, las autoridades con frecuencia hacen las normas para hacerse
respetar, no tanto para que sean útiles para todos.
¿Cree que a mayor individualismo mayor
corrupción?
No lo creo. En general, las sociedades más individualistas (y más
capitalistas) suelen ser las menos corruptas. El individualismo es un valor que
fomenta una cierta forma de egocentrismo pero, al mismo tiempo, exige que las
personas sean valoradas por lo que son, no por los grupos a los que pertenecen.
Las sociedades más corruptas se caracterizan por lo que se denomina “familismo
amoral”. No importa lo que vales sino a qué grupo (por ejemplo, a qué partido
político) perteneces. La competencia no es relevante en las relaciones
familistas. Lo importante es la lealtad. Y la incompetencia guarda una íntima
relación, por muchas razones, con la corrupción. En realidad, un buen político
tiene que guardar siempre un difícil equilibrio a la hora de escoger a sus
subordinados en la administración pública entre competencia y lealtad. Unos
subordinados muy competentes, pero poco leales son incontrolables, unos
subordinados leales, pero poco competentes, son poco eficientes. En España, las
dificultades de la Transición crearon una cultura política que ha primado la
lealtad sobre la competencia. Los dos casos más paradigmáticos son Roldan yBárcenas. El problema no es que robaran,
muchos pueden robar si se da la coyuntura. Lo verdaderamente sintomático es que
Roldan llegara a ocupar un cargo neurálgico en la seguridad del estado
¡falsificando groseramente su propio currículo! Y que Bárcenas llegara a ocupar
un cargo de máxima confianza sin que conste en su biografía criterio alguno,
objetivo ni subjetivo, de idoneidad para el cargo.
¿Y qué hay de la codicia de los grandes capitales?
Ese aspecto sí puede llevar a una mayor corrupción, pero no tiene que ver
con el individualismo ni el ciudadano de a pie, sino con las grandes empresas y
los mecanismos de distribución de la riqueza. En el mercado global circulan sin
apenas control capitales gigantescos que necesitan crecer constantemente. En
algunos casos, los beneficios de los que gestionan dichos capitales son (o
deben ser) tales que pueden permitirse (o necesitan) dar “propinas” de decenas
de millones de euros a políticos o altos funcionarios que facilite sus
negocios, así como salarios millonarios (en consejos de administración) a
políticos o funcionarios que, simplemente, los vean con simpatía. De esta forma
corrupción y privilegio siguen siendo formalmente distintos, pero en la
práctica son más indistinguibles de lo que nunca lo fueron en las democracias
contemporáneas (incluso para sus propios protagonistas). Una parte creciente de
la actividad política se convierte en la promoción del enriquecimiento -en unas
magnitudes inéditas en la historia- de un sector de la sociedad
necesariamente minoritario, supuestamente en nombre de los intereses generales
de los electores. En esta dinámica las democracias parlamentarias se enfrentan
a un difícil reto: el fin de los valores tradicionales de igualdad, libertad,
justicia y solidaridad.
Muchos psicólogos sociales defienden la teoría de que
los ciudadanos obedecen en respuesta a la protección del Estado y sus
gobernantes, en correlación a la obediencia de los hijos para con sus padres
protectores. La corrupción ha existido siempre, sin embargo, ahora se postula
como uno de los problemas que más preocupa a la sociedad, ¿se debe quizá a que
el Estado está abandonando a muchos ciudadanos?
Tony Judt decía que cuando el estado se
convierte en un mero recaudador, como lo era hasta la Segunda Guerra Mundial,
el ciudadano europeo se siente atraído por fórmulas cada vez más radicales y
populistas. Y una teoría clásica dice que un detonante de malestar social son
las expectativas defraudadas. Hay muchas expectativas defraudadas. Para mí lo
más grave de todo este asunto es que la clase política española no aprendió
nada bueno de los escándalos de corrupción de los años 90. Ahora han estallado
los escándalos en parte por los conflictos entre las propias élites, en parte
por la falta de recursos económicos para disimularlos. La preocupación por los
escándalos es el resultado de un proceso convulsivo de circulación de élites
producido por la crisis financiera, por una parte, y un poder judicial y un
gremio de periodistas valientes y profesionales por la otra. Esto último es el
resultado de las mejoras en la educación en España durante los últimos cuarenta
años. En las peores circunstancias siempre hay algo bueno en lo que fijarse.
Si la corrupción es algo intrínseco a la persona, casi
natural y que forma parte de su cultura, ¿solo nos queda resignarnos o se puede
cambiar ese patrón?
Sí. Y no solo con la manida fórmula de la educación (que también). Hay que
diseñar procesos transparentes, sistemas de control mutuo y hay que tener una
prensa eficiente y un poder judicial independiente. En realidad, todo el mundo
conoce la fórmula, pero nadie quiere aplicarla. No hay más que ver lo que ha
pasado con la Ley de Transparencia y lo que pasará, dado como se ha
hecho.
¿Somos todos un poco corruptos al pensar siempre en
cómo mejorar nuestro estatus, nuestra vida, sin pensar en cómo puede afectar
eso a los demás?
Por el mero hecho de vivir ya suponemos un perjuicio para otros, estamos
quitando el aire, el puesto de trabajo y la comida a otro…Pero eso no es ser
corrupto. Una cosa es ser un buen ciudadano y otra ser un santo. En este país a
las élites les encanta inculcar la idea de que los ciudadanos deben ser santos,
para que ellos puedan ser pecadores. Así siempre ganan. Si los de abajo son
santos, tanto mejor porque dan mucho a cambio de nada. Si no lo logran, se les
puede echar en cara sus “pecados” para justificar los propios. Gracias a esa
educación, a los españoles les molesta mucho más un trabajador con privilegios
(un piloto, un controlador aéreo, un maquinista de tren, un funcionario) que un
privilegiado. Es un asunto sobre el que habrá que escribir un libro algún día.
Recuerdo con fascinación profesional los comentarios on-line de los lectores
cuando a los funcionarios se les quitó su paga extra o el linchamiento moral de
los controladores aéreos en el puente de la constitución: los privilegios laborales fueron
tratados con más inquina que los privilegios de clase por
un gobierno presuntamente de izquierdas. Volviendo a la pregunta. Este mundo no
es un lugar justo. Mejorar nuestro estatus es legítimo aunque no sea la mejor
opción moral. Es mejor no querer ser santo porque fracasar en el “camino de
santidad” da muchas coartadas para no ser un buen ciudadano. Son preferibles
ciudadanos menos “santos”, pero que cumplan con sus obligaciones, respeten la
ley y sean razonablemente eficientes y confiables. No hace falta que se
sacrifiquen por los demás sino que respeten el bien común.
¿Y por qué tanta tolerancia ciudadana a la corrupción?
Vivimos en una cultura de súbdito porque los dirigentes democráticos no se
han preocupado suficientemente de instaurar una cultura cívica sólida. Y no se
ha generado un entorno intolerante a la transgresión. Es difícil saber cuál es
la causa primera de todo el proceso pero, a diferencia de lo que enfaticé en los 90, hoy
pienso que en España la conducta de las élites políticas ha sido mucho peor y
con más consecuencias de lo que pensaba entonces (quizás entonces no lo era
tanto). Los casos de corrupción se suceden, hay parlamentos, como el de
Valencia, con montones de parlamentarios imputados, administraciones enteras,
como la de Andalucía, con casos de corrupción transversal que afectan a todos
los niveles etc. y el mensaje es “no hay consecuencias”. Puede que las haya en
el futuro o puede que no, pero no son visibles para el ciudadano. No hay cosa
que más me irrite que un político diciendo que el problema es la falta de
pedagogía para explicar al ciudadano los problemas. Aquí la pedagogía son
destituciones o suspensiones de cargo fulminantes si el político en cuestión no
dimite, cosa normal en otros países democráticos. Por desgracia, la falta de
transparencia de las instituciones españolas nos ha hecho retornar a nuevas
versiones de los peores vicios de la España de la Restauración: la alternancia
en el poder de dos partidos, los cesantes (obsérvese el crecimiento de una
administración paralela de cargos de confianza políticos) y el caciquismo. Es
fascinante lo alargada que es la sombra de la historia y la poca verdadera
memoria histórica que hay en España.
¿Tan mediocre es esta sociedad como para no actuar
ante tanto agravio?
Creo que esta sociedad sí ha cuestionado esta lacra. Produjo una convulsión
social en los primeros 90 y supuso la caída del Partido Socialista; caída de la
que, por cierto, no era previsible una recuperación a medio plazo si no hubiera
sido por otra convulsión social (la Guerra de Irak y el 11-M). Galdós decía, a
fines del siglo XIX, que haría falta una Psicología Social para entender por
qué las clases dirigentes españolas estaban pobladas de mediocres. ¿Somos una
sociedad mediocre? Volvemos a las preguntas del 98. En conclusión: no creo que
la ciudadanía no cuestione la corrupción, pero tiene unas élites que no se
merece. Yo creo que no se está valorando, y eso me preocupa muchísimo como
psicólogo social, el sufrimiento moral que se está infringiendo a los
ciudadanos españoles en estos tiempos.
Más información:
“Corrupción: cuatro amonestaciones psicosociales y otros tantos
arbitrarios”, en www.papelesdelpsicologo.es, J.M Fernández
Dols, 1995.
Artículo publicado en www.melior.is
No hay comentarios:
Publicar un comentario