La
globalización y el consumismo capitalista han herido de gravedad a los pueblos
indígenas. Han robado sus tierras, han secado sus ríos, pero no se rinden y
siguen combatiendo al opresor occidental para recuperar su bienestar
Considerado
como uno de los grupos más desfavorecidos del mundo, los pueblos indígenas han
sido, son y probablemente serán las víctimas más invisibles del capitalismo y de
la globalización. Han perdido sus tierras, su cultura aborigen y han pasado de
ser independientes y autosuficientes a depender de múltiples ONG, ya que los
Estados donde se encuentran les dan casi siempre la espalda.
En la actualidad,
Naciones Unidas asegura que existen hasta 370 millones de indígenas que han perdido sus tierras, divididos en más de 5.000 grupos repartidos por más de 70 países
de todo el mundo. Viven en el ártico canadiense, en Rusia, Ecuador, Bolivia,
Australia, República del Congo, Kenia, Camboya… y, excluidos casi en su
totalidad de los procesos de toma de decisiones, gran parte de ellos son
pueblos marginados, explotados y sometidos a represión, tortura y asesinato
cuando levantan la voz en defensa de sus derechos. Por miedo a ser perseguidos
y también por la ocupación sistemática que los Estados y las multinacionales
ejercen sobre su territorio, estos pueblos se ven desplazados forzosamente de
sus lugares de origen, convertidos en refugiados. A veces tienen incluso que
ocultar su identidad, abandonar su idioma y sus costumbres tradicionales para
poder sobrevivir en un mundo que no es el suyo.
Hoy viernes, 9
de agosto, se celebra el Día Mundial de los Pueblos Indígenas del Mundo, sin
embargo, pocos dirigentes y organismos internacionales les prestan la atención
y el respeto que merecen. El Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, que se celebró el pasado mes de mayo en Nueva York,
recogió las dificultades a las que se enfrentan los pueblos aborígenes en un
intento de hacer visible al mundo capitalista su dura situación.
Sin duda
alguna, el principal problema con el que se encuentran estas personas es el
agotamiento de sus recursos naturales por parte de los Estados donde se
encuentran, que ceden los derechos de explotación a las grandes
multinacionales.
Según Naciones
Unidas, “las políticas de colonización, incluidas la opresión, la desposesión y
la asimilación, han causado los problemas de salud a que se enfrentan muchos
pueblos indígenas hoy en día y que afectarán también a las generaciones
futuras”. Este preocupante deterioro de la salud de los pueblos indígenas se
debe a la pobreza y a la precariedad a la que les someten los Estados, así como
a la falta de educación, la inseguridad alimentaria, la pérdida de tierras y de
los idiomas tradicionales, los obstáculos para participar en política o el
racismo institucionalizado hacia estos pueblos.
El maltrato al
pueblo mapuche
Un claro ejemplo
de esta grave situación la viven los mapuches
chilenos. Pueblo originario sudamericano, habitaban el sur de Chile y el
suroeste de Argentina. A pesar de que fueron expulsados por los conquistadores
españoles y muchos cedieron a la ocupación, otros no permitieron este
sometimiento y se opusieron durante siglos al continuo hostigamiento. En las
últimas décadas, los mapuches han vivido un proceso de asimilación a las
sociedades dominantes en ambos países y existen manifestaciones de resistencia
cultural por el reconocimiento de derechos y la recuperación de autonomía.
Actualmente, sufren de discriminación racial y social en sus relaciones con el
resto de la sociedad y, según estadísticas censales, un gran número de ellos
vive en la pobreza.
Braulio
Cheuquepal es uno de los dirigentes de la organización mapuche de la pequeña
localidad de Boroa, situada en la provincia de Cautín, en la región de La
Araucania chilena. Hace unos años, los apenas 1.500 habitantes de Boroa
decidieron poner en marcha el Centro de Salud Intercultural Comunitario Boroa
Filulawen. Este edificio, de
200 metros cuadrados cuenta con un box materno infantil, dos médicos, uno
dental y otro de urgencias. “La gente tenía muchos problemas”, explica Braulio.
“Les costaba llegar al pueblo más cercano con centro de salud, no había
locomoción y la ambulancia nunca llegaba cuando había una urgencia”, añade.
No vieron otra
alternativa. Levantar el centro de salud fue muy costoso, “una lucha muy dura,
pues sacamos la plata de nuestro bolsillo”, explica. Y así lo tuvieron que
hacer porque el propio Estado chileno les dio la espalda en todo el proceso.
“Decían que era una idea loca, que la forma que teníamos los mapuches de
entender la sanidad no tenía sentido alguno. Solo les valía la medicina winka (término mapuche para designar a
los extranjeros blancos)”.
Pero la cruda
discriminación racial no acaba ahí. “Los winkas prohíben a sus hijos hablar con
los niños mapuches, incluso llaman brujas a las machis (autoridad religiosa
mapuche”, cuenta Braulio. Aun así, aquello ocurrió bajo el gobierno de la
“socialista” Bachelet. Hoy, con el conservador Piñera, la situación es mucho
más cruenta. “Es uno de los gobiernos más represivos que hemos vivido, con
pocas diferencias respecto al gobierno militar de Pinochet”, asegura. Pero los
mapuches no se resignan y siguen peleando por la defensa de su territorio y de
su cultura a pesar de la dura represión policial. “Ellos hablan de darnos un
subsidio de tierra, pero deberían cambiar su lenguaje, pues lo que pedimos es
que nos entreguen las tierras que nos robaron”.
La guerra del
agua
Pero, al igual
que ocurre en otras muchas regiones indígenas, la tierra no es el único recurso
que desaparece bajos los pies de estos pueblos. El principal problema con el
que se encuentra la comunidad mapuche tiene que ver con el agua. Más bien, con
la escasez de agua. ¿Cómo una región que hasta no hace muchas décadas era
regada por ríos, cauces y torrentes ha acabado así? “La culpa la tiene el
Estado”, contesta Braulio. En 2001, el gobierno chileno del “democrático y
progresista” Ricardo Lagos comenzó a bonificar las plantaciones de eucalipto y pino en el sur de Chile con el objetivo de ampliar su
producción maderera. Pocos agricultores conocían los efectos devastadores de
estas plantaciones y pronto miles de hectáreas de terreno agrícola fueron
repobladas con estos árboles. Estas especies acidifican el suelo y requieren de una cantidad de agua enorme con vistas
a mantener un rápido crecimiento, por lo que impiden el desarrollo de otras
especies del ecosistema.
Pero la
industria forestal está detrás de todo este entramado y miles de camiones salen
diariamente desde el sur de Chile hacia los puertos con cargamentos de madera,
exportación estrella de la economía chilena. La comunidad mapuche no ve nada de
ese dinero, han perdido su territorio y además los eucaliptos han secado sus
campos. “Según los técnicos, cada árbol absorbe entre 50 y 100 litros de agua
al día”, dice Braulio alarmado.
Además,
grandes empresas privadas han comenzado a controlar el agua de los ríos para
venderla a particulares y ayuntamientos, que son quienes dan el agua a los
vecinos. Un agua que solo pueden usar para cocinar. “Hemos dejado de ser los
dueños del agua que circula por los ríos que atraviesan nuestro ancestral
territorio”, explica. Por su parte, el Gobierno permite a los agricultores
acogerse a una serie de “derechos de agua” que permite a estos elegidos postular a un subsidio
de riego para poder cultivar. Lógicamente, los mapuches están excluidos o son
los últimos en recibir esta ayuda. “No deberíamos pagar ni un peso por regar
porque somos los dueños históricos de esas aguas”, reclama Braulio. Y así lo
entiende el pueblo mapuche que desde 2009 no ha parado en su lucha por
recuperar lo que es suyo. Ha habido represión, muertos y mucha violencia
policial. Pero no cesan en su empeño de pelear por un territorio y unos
recursos que les pertenecen.
Problemas
endémicos
El ejemplo del
pueblo mapuche se podría extrapolar a decenas de poblaciones indígenas, ya que comparten
la mayor parte de los problemas que el capitalismo y la globalización ha
traído. El tráfico de madera y la producción de biocombustibles son los
principales culpables de esta situación. En Malasia e
Indonesia muchos pueblos
indígenas están perdiendo sus selvas porque se está plantando hectáreas y
hectáreas de palmeras para obtener el aceite de palma con el que se fabrican
biocombustibles. Asimismo, según Naciones Unidas, la tala de bosques para
sembrar maíz, soja o caña de azúcar para producir etanol pone en peligro a más
de 60
millones de personas.
Además, los
pocos pueblos que
viven aislados de forma voluntaria
–casi todos en la selva amazónica- se enfrentan a la amenaza de fuertes
intereses económicos. Por ejemplo, el único pueblo “no contactado” fuera de la
Amazonía, el jarawa indio, situado en las islas Andamán, ve como cada día
decenas de turistas llegan a su comunidad porque las autoridades locales no
quieren cortar la carretera que atraviesa su reserva.
A todo esto
hay que sumar la situación de exclusión social y pobreza, unida a la
desaparición de sus idiomas. Sin embargo, lejos de convertirse en víctimas,
estas comunidades se han organizado y han comenzado a combatir a sus
gigantescos enemigos ya sean gobiernos, Estados, petroleras, eléctricas o
madereras. Es una lucha de David contra Goliat con un único objetivo: recuperar
su bienestar.
Artículo publicado en melior.is
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