9 de diciembre de 2013

“Nadie quiere aplicar la fórmula para acabar con la corrupción”

La corrupción es un problema endémico de nuestra sociedad. Antaño tumbó gobiernos y señaló culpables. Actualmente, aunque sigue preocupando a los españoles, se asume con resignación e indefensión. Hoy lunes, Día Mundial contra la Corrupción, intentamos dar algunas respuestas. ¿Tenemos que arrodillarnos ante esta lacra?



El pasado mes de noviembre, los españoles remarcaron una vez más la corrupción y el fraude como su mayor preocupación, junto al desempleo y la crisis económica. Sin embargo, este mal endémico parece no importar a los políticos de turno, que siguen dictando leyes de Transparencia totalmente opacas, indultando a condenados por fraude o haciendo la vista gorda ante procesos tan graves como el Caso Bárcenas o el de los ERE en Andalucía. Por eso, en Melior.is hemos decidido hablar con José Miguel Fernández Dols, psicólogo social experto en corrupción. ¿De quién es el problema? ¿Por qué se actúa con tanta ligereza? ¿Forma parte de nuestra forma de ser? ¿Hay solución? Son muchas las preguntas que teníamos en mente y estas, algunas de las respuestas.

¿Cómo podemos entender el fenómeno de la corrupción desde una perspectiva psicológica? ¿Forma parte de nuestra naturaleza humana? 

Sí, detrás de todo sistema normativo que imponga un principio de bien común está la tentación de traicionar al sistema y utilizar en provecho propio los bienes comunes sin contrapartida. Los ejemplos van desde viajar sin billete, aprovechando un transporte público pagado por todos los contribuyentes (y dos veces por los viajeros) hasta embolsarse millones de euros del erario público para fines privados.  

¿Por qué hay sociedades más propensas a la corrupción? ¿Cuánto influye la cultura de cada sociedad en esto?

Es un debate clásico en ciencias sociales. Hay teorías que vinculan el subdesarrollo o la menor prosperidad con la falta de cultura cívica de una sociedad. Habría sociedades cívicas en las que los ciudadanos se perciben como agentes activos y responsables que esperan respeto porque ellos respetan las instituciones; su opuesto serían sociedades con “cultura de súbdito” en las que los ciudadanos se consideran sujetos pasivos, con una sumisión a la autoridad más aparente que real y sin sentido de la responsabilidad social más allá de sus familias o amigos. Ninguna sociedad es perfecta, pero hay sociedades que son más imperfectas que otras. Por razones históricas, culturales… unas tienen una mayor tolerancia a los atentados contra el bien común que otras. El otro día llegaba de un vuelo transoceánico a Barajas y hacía cola para pasar el control de pasaportes. Una pareja se había equivocado de cola y, haciendo caso omiso del empleado que controlaba las colas, se saltó las barreras para irse a otro control de pasaportes. Además, insultaron al empleado por decirles que tenían que respetar los turnos. Es una anécdota trivial, pero en Estados Unidos habrían acabado en el suelo, esposados. Aquí, con frecuencia, ni se nos pasa por la cabeza que una transgresión contra el bien común tenga necesariamente consecuencias. Las que realmente preocupan son las transgresiones contra la autoridad, esas sí tienen consecuencias. Fíjese que si desentrañamos la anécdota el asunto tiene más miga de lo que parece. No es solo la pareja transgresora. Es que las autoridades de Barajas no consideran necesario poner a un agente de policía para garantizar que nadie se salte la cola, causando un prejuicio a los otros ciudadanos, basta con un empleado sin aparente autoridad. Los policías están para otras cosas, como vigilar las entradas VIP etc. La gente, en un país, aprende a “leer” esos mensajes desde pequeño. Lo que es importante respetar y lo que no. Y en España, como dijo hace años, el sociólogo Víctor Pérez Díaz, las autoridades con frecuencia hacen las normas para hacerse respetar, no tanto para que sean útiles para todos. 

¿Cree que a mayor individualismo mayor corrupción? 

No lo creo. En general, las sociedades más individualistas (y más capitalistas) suelen ser las menos corruptas. El individualismo es un valor que fomenta una cierta forma de egocentrismo pero, al mismo tiempo, exige que las personas sean valoradas por lo que son, no por los grupos a los que pertenecen. Las sociedades más corruptas se caracterizan por lo que se denomina “familismo amoral”. No importa lo que vales sino a qué grupo (por ejemplo, a qué partido político) perteneces. La competencia no es relevante en las relaciones familistas. Lo importante es la lealtad. Y la incompetencia guarda una íntima relación, por muchas razones, con la corrupción. En realidad, un buen político tiene que guardar siempre un difícil equilibrio a la hora de escoger a sus subordinados en la administración pública entre competencia y lealtad. Unos subordinados muy competentes, pero poco leales son incontrolables, unos subordinados leales, pero poco competentes, son poco eficientes. En España, las dificultades de la Transición crearon una cultura política que ha primado la lealtad sobre la competencia. Los dos casos más paradigmáticos son Roldan yBárcenas. El problema no es que robaran, muchos pueden robar si se da la coyuntura. Lo verdaderamente sintomático es que Roldan llegara a ocupar un cargo neurálgico en la seguridad del estado ¡falsificando groseramente su propio currículo! Y que Bárcenas llegara a ocupar un cargo de máxima confianza sin que conste en su biografía criterio alguno, objetivo ni subjetivo, de idoneidad para el cargo. 

¿Y qué hay de la codicia de los grandes capitales?

Ese aspecto sí puede llevar a una mayor corrupción, pero no tiene que ver con el individualismo ni el ciudadano de a pie, sino con las grandes empresas y los mecanismos de distribución de la riqueza. En el mercado global circulan sin apenas control capitales gigantescos que necesitan crecer constantemente. En algunos casos, los beneficios de los que gestionan dichos capitales son (o deben ser) tales que pueden permitirse (o necesitan) dar “propinas” de decenas de millones de euros a políticos o altos funcionarios que facilite sus negocios, así como salarios millonarios (en consejos de administración) a políticos o funcionarios que, simplemente, los vean con simpatía. De esta forma corrupción y privilegio siguen siendo formalmente distintos, pero en la práctica son más indistinguibles de lo que nunca lo fueron en las democracias contemporáneas (incluso para sus propios protagonistas). Una parte creciente de la actividad política se convierte en la promoción del enriquecimiento -en unas magnitudes inéditas en la historia-  de un sector de la sociedad necesariamente minoritario, supuestamente en nombre de los intereses generales de los electores. En esta dinámica las democracias parlamentarias se enfrentan a un difícil reto: el fin de los valores tradicionales de igualdad, libertad, justicia y solidaridad.

Muchos psicólogos sociales defienden la teoría de que los ciudadanos obedecen en respuesta a la protección del Estado y sus gobernantes, en correlación a la obediencia de los hijos para con sus padres protectores. La corrupción ha existido siempre, sin embargo, ahora se postula como uno de los problemas que más preocupa a la sociedad, ¿se debe quizá a que el Estado está abandonando a muchos ciudadanos?

Tony Judt decía que cuando el estado se convierte en un mero recaudador, como lo era hasta la Segunda Guerra Mundial, el ciudadano europeo se siente atraído por fórmulas cada vez más radicales y populistas. Y una teoría clásica dice que un detonante de malestar social son las expectativas defraudadas. Hay muchas expectativas defraudadas. Para mí lo más grave de todo este asunto es que la clase política española no aprendió nada bueno de los escándalos de corrupción de los años 90. Ahora han estallado los escándalos en parte por los conflictos entre las propias élites, en parte por la falta de recursos económicos para disimularlos. La preocupación por los escándalos es el resultado de un proceso convulsivo de circulación de élites producido por la crisis financiera, por una parte, y un poder judicial y un gremio de periodistas valientes y profesionales por la otra. Esto último es el resultado de las mejoras en la educación en España durante los últimos cuarenta años. En las peores circunstancias siempre hay algo bueno en lo que fijarse.

Si la corrupción es algo intrínseco a la persona, casi natural y que forma parte de su cultura, ¿solo nos queda resignarnos o se puede cambiar ese patrón?

Sí. Y no solo con la manida fórmula de la educación (que también). Hay que diseñar procesos transparentes, sistemas de control mutuo y hay que tener una prensa eficiente y un poder judicial independiente. En realidad, todo el mundo conoce la fórmula, pero nadie quiere aplicarla. No hay más que ver lo que ha pasado con la Ley de Transparencia y lo que pasará, dado como se ha hecho. 

¿Somos todos un poco corruptos al pensar siempre en cómo mejorar nuestro estatus, nuestra vida, sin pensar en cómo puede afectar eso a los demás? 

Por el mero hecho de vivir ya suponemos un perjuicio para otros, estamos quitando el aire, el puesto de trabajo y la comida a otro…Pero eso no es ser corrupto. Una cosa es ser un buen ciudadano y otra ser un santo. En este país a las élites les encanta inculcar la idea de que los ciudadanos deben ser santos, para que ellos puedan ser pecadores. Así siempre ganan. Si los de abajo son santos, tanto mejor porque dan mucho a cambio de nada. Si no lo logran, se les puede echar en cara sus “pecados” para justificar los propios. Gracias a esa educación, a los españoles les molesta mucho más un trabajador con privilegios (un piloto, un controlador aéreo, un maquinista de tren, un funcionario) que un privilegiado. Es un asunto sobre el que habrá que escribir un libro algún día. Recuerdo con fascinación profesional los comentarios on-line de los lectores cuando a los funcionarios se les quitó su paga extra o el linchamiento moral de los controladores aéreos en el puente de la constitución: los privilegios laborales fueron tratados con más inquina que los privilegios de clase por un gobierno presuntamente de izquierdas. Volviendo a la pregunta. Este mundo no es un lugar justo. Mejorar nuestro estatus es legítimo aunque no sea la mejor opción moral. Es mejor no querer ser santo porque fracasar en el “camino de santidad” da muchas coartadas para no ser un buen ciudadano. Son preferibles ciudadanos menos “santos”, pero que cumplan con sus obligaciones, respeten la ley y sean razonablemente eficientes y confiables. No hace falta que se sacrifiquen por los demás sino que respeten el bien común.

¿Y por qué tanta tolerancia ciudadana a la corrupción?

Vivimos en una cultura de súbdito porque los dirigentes democráticos no se han preocupado suficientemente de instaurar una cultura cívica sólida. Y no se ha generado un entorno intolerante a la transgresión. Es difícil saber cuál es la causa primera de todo el proceso pero, a diferencia de lo que enfaticé en los 90, hoy pienso que en España la conducta de las élites políticas ha sido mucho peor y con más consecuencias de lo que pensaba entonces (quizás entonces no lo era tanto). Los casos de corrupción se suceden, hay parlamentos, como el de Valencia, con montones de parlamentarios imputados, administraciones enteras, como la de Andalucía, con casos de corrupción transversal que afectan a todos los niveles etc. y el mensaje es “no hay consecuencias”. Puede que las haya en el futuro o puede que no, pero no son visibles para el ciudadano. No hay cosa que más me irrite que un político diciendo que el problema es la falta de pedagogía para explicar al ciudadano los problemas. Aquí la pedagogía son destituciones o suspensiones de cargo fulminantes si el político en cuestión no dimite, cosa normal en otros países democráticos. Por desgracia, la falta de transparencia de las instituciones españolas nos ha hecho retornar a nuevas versiones de los peores vicios de la España de la Restauración: la alternancia en el poder de dos partidos, los cesantes (obsérvese el crecimiento de una administración paralela de cargos de confianza políticos) y el caciquismo. Es fascinante lo alargada que es la sombra de la historia y la poca verdadera memoria histórica que hay en España.

¿Tan mediocre es esta sociedad como para no actuar ante tanto agravio?

Creo que esta sociedad sí ha cuestionado esta lacra. Produjo una convulsión social en los primeros 90 y supuso la caída del Partido Socialista; caída de la que, por cierto, no era previsible una recuperación a medio plazo si no hubiera sido por otra convulsión social (la Guerra de Irak y el 11-M). Galdós decía, a fines del siglo XIX, que haría falta una Psicología Social para entender por qué las clases dirigentes españolas estaban pobladas de mediocres. ¿Somos una sociedad mediocre? Volvemos a las preguntas del 98. En conclusión: no creo que la ciudadanía no cuestione la corrupción, pero tiene unas élites que no se merece. Yo creo que no se está valorando, y eso me preocupa muchísimo como psicólogo social, el sufrimiento moral que se está infringiendo a los ciudadanos españoles en estos tiempos.


Más información: 

“Corrupción: cuatro amonestaciones psicosociales y otros tantos arbitrarios”, en www.papelesdelpsicologo.es, J.M Fernández Dols, 1995.

Artículo publicado en www.melior.is 


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