Trabajos de más de doce horas diarias, con contratos basura, sumado a muestras de desprecio y humillación. Así trabajan algunos migrante en Madrid
Mi amigo Sylla tiene 30 años. Es de
Mali y llegó a España en 2006. Le conocí cuando apenas sabía hablar español y
le ayudé en todo lo que pude para que pudiera integrarse en una sociedad que no
hace más que poner trabas a los migrantes que quieren buscarse un futuro en
nuestro país. Desde entonces, no ha parado de trabajar, unas veces con más
suerte que otras, pero siempre con la cotización suficiente para poder renovar
su permiso de trabajo y residencia temporal.
Esta tortura, la de la renovación, se
da cada dos años o cada tres, según el premiso laboral concedido. Y para
conseguirlo es imprescindible tener un mínimo de tres meses cotizados a jornada
completa en cada uno de los dos años previos. Es decir, si en un año has
cotizado doce meses, pero en el segundo solo mes y medio, te quedas fuera. Eso
le ocurrió a Sylla en su última renovación, que pudo conseguir gracias a que
solicitó la renovación por arraigo.
Por tanto, esta normativa obliga a las
personas migrantes a aceptar todo tipo de empleos para conseguir los tan
ansiados meses de cotización que le permitan seguir soñando. En cualquier condición y sin derecho alguno. Os
voy a contar los dos últimos casos de explotación laboral que ha tenido que
sufrir:
En noviembre de 2014, tras acabar la
campaña de la vendimia en la que lleva participando dos años, Sylla encontró un
empleo de ayudante de cocina en una famosa cadena de comida mexicana que existe
en Madrid. (Aunque tenga que morderme la lengua, dos abogados laborales me
aconsejan no dar los nombres de los restaurantes para que no tomen represalias). Firmaron un contrato temporal de dos meses, renovable a tres meses
más. Sylla estaba contento, aunque las condiciones nos despertaron ya cierta
sospecha. No se cobraba a mes vencido, sino que dejaban pasar un mes entre
medias para cobrar, es decir, noviembre no lo cobraría hasta enero, diciembre hasta febrero. Y así
sucesivamente.
Le hicieron un contrato de jornada
completa y le aseguraron 1000 euros al mes. El problema es que raramente la
jornada bajaba de las doce horas diarias, fines de semana incluidos. Solo
descansaba los lunes y todo por el mismo precio. El problema llegó cuando en
enero, no cobró. Los dueños de la cadena empezaron a ponerle pegas y a darle
largas, a la vez que le renovaban el contrato como jefe de cocina, pues
consideraban que había adquirido la capacidad suficiente como para ejercer
dicho puesto. Para poder cobrar algo, Sylla tenía que personarse cada lunes –su
único día libre- en las oficinas de la empresa y pelearse con todo el mundo
para poder cobrar algo. Unas semanas le daban 100 euros, otras 200. Amenazó con
no ir más a trabajar e incluso intentó poner en huelga a sus compañeros, que
tenían las mismas condiciones. Pero le dejaron solo.
Tras cuatro meses de empleo, y
habiendo cobrado menos de la mitad del sueldo estipulado, Sylla decidió darse por vencido. Las peleas continuas con sus jefes y las amenazas le habían
agotado. Justo cuando estaba a punto de desistir, recibió la llamada de un
restaurante gallego, que solicitaba sus servicios.
De nuevo, se le volvió a iluminar la
cara. “Un restaurante gallego”, me decía. “Españoles se portaran mejor conmigo
que mexicanos”, aseguraba. Nada más lejos de la realidad. Tras negociar su
salida, la cadena mexicana le descontó 500 euros del dinero que todavía le
debía por, supuestamente, no haber avisado con antelación de que abandonaba el puesto. Le dieron 100 euros y
le prometieron que el resto se lo irían pagando poco a poco a lo largo de los
próximos meses (o años).
Aun así, Sylla estaba contento. Pero tras un día en el restaurante gallego, situado en el norte de Madrid,
no pudo más que hundirse de nuevo ante la nueva situación de
explotación laboral que empezaba a vivir. La familia dueña del restaurante la
había contratado por diez horas SEMANALES, pero le obligaba a trabajar más de
doce horas diarias. Para poder llegar al restaurante, Sylla necesitaba una hora
de viaje en transporte público y una vez allí, sus jornadas se alargaban de
doce del mediodía a doce de la noche, como mínimo. Le prometieron 800 euros al
mes (40 euros diarios), pero solo declaraba unos 60 euros semanales según su contrato. En verdad,
con el salario en B que recibía, cobraba la hora a tres euros.
Sin embargo, el contrato no iba a ser
lo peor. El dueño del local se dedicó durante los cinco días que Sylla aguantó
en el trabajo, a insultarlo, menospreciarlo y tratarlo como basura. Le prohibían comer durante la maratoniana jornada. Ni un café. Solo le
permitían comer de pie a mediodía algo de las sobras del menú. El resto del
tiempo Sylla no podía parar ni un minuto. Ni desayuno ni cena. Si lo veían
descansando, aunque fuera apoyado a la barra, le insultaban y le gritaban.
Hasta tal punto llegó el acoso que le miraban mientras se cambiaba de ropa para empezar
a trabajar y le obligaban a enseñar su mochila cada día antes de volver a casa.
Al quinto día, el jefe le dijo que la jornada aumentaba de 12 a 15 horas
diarias. Y por el mismo precio. Sylla se negó y le invitaron a marcharse. Se
fue.
Al llegar a casa me contó lo sucedido.
No lo dudé ni un instante. Levanté el teléfono y llamé al dueño del
restaurante. Le dije que iba a escribir este artículo y que iba a denunciarle
en la Inspección de Trabajo. Se puso a la defensiva, pero pronto comenzó a
amenazarme diciéndome que “no sabía con quien estaba hablando”. Pues sí, lo
sabía. Con un verdadero gilipollas explotador. Un aprendiz de esclavista,
aupado por las políticas de estos gobiernos que permiten que se explote sin
escrúpulos a personas que apenas tienen voz y que se asoman al abismo de la marginalidad social. Pero este no es el caso.
Ya le dije que había pinchado en hueso.
Mañana vamos a denunciar a la Inspección de Trabajo y espero que haga
algo contra este sinvergüenza. Sylla no quería hacerlo por miedo a represalias y, especialmente, por temor a que esto le pusiera trabas a la hora de renovar su permiso de trabajo. Parece que le estoy convenciendo de que lo haga, al menos por el bien de sus compañeros. Por ahora me muerdo la lengua y no publico su
nombre y el de su restaurante porque tenemos que conseguir testigos que
aseguren que Sylla trabajaba doce horas diarias. Porque el
malnacido se atrevió a decir que cómo iba a demostrar que Sylla trabajaba todas
esas horas. Y es cierto. Sin testigos no hay caso, especialmente porque todas
las personas que trabajan en ese restaurante están atemorizadas y atadas a un sueldo
que les permite sobrevivir a pesar de la humillación a la que son sometidas
cada día. “Si viene la Inspección decid que estáis en las diez horas semanales
que corresponden a vuestro contrato”, les repetía el dueño una y otra vez.
Algo
parecido ocurre con el restaurante mexicano. Si denunciamos, cortan el grifo a Sylla y,
supuestamente, van a pagarle 250 euros al mes hasta que salden la deuda. Si hay
denuncia, todo se paraliza hasta que un juez dicte sentencia dentro de, por lo
menos, cuatro o cinco años. Estamos atados. De ahí este artículo a modo de
grito de repulsa ante tanta injusticia. Estos explotadores saben muy bien lo que hacen y tienen la ley de su lado, además de buenos abogados defendiendo sus desmanes. Estos malnacidos se merecen toda
nuestra ira, pues ni justicia ni gobiernos van a hacer nada por ayudar a
personas indefensas como Sylla.
Por último, espero que difundáis este
artículo también con la esperanza de que llegue a manos de algún profesional de
la hostelería que necesite un camarero, cocinero o ayudante de cocina con
experiencia y muchas ganas de trabajar. Sylla está dispuesto a dar todo de sí,
pero sin que le exploten y le humillen. Esta mañana, con su eterna sonrisa, volvió a salir de casa cargado de currículum. "Seguro que esta vez tengo suerte", me decía antes de cerrar la puerta.
Su teléfono: 644065671 y su email syllamadrid@hotmail.com.
Si le dais la oportunidad, no os defraudará.
Si le dais la oportunidad, no os defraudará.
1 comentario:
En todos lados ...
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