25 de octubre de 2013

De público a publicitario

Hoy he querido compartir este artículo publicado en Diagonal por Antonio Caro, donde analiza la mercantilización de nuestras calles, que se han convertido en grandes parapetos publicitarios



Primer acto: unos taimados comerciantes abarrotan las calles de los burgos medievales con una serie de pregones y de enseñas que proclaman ante los paseantes las mercancías que venden.

Segundo acto: la invención de la imprenta, allá por los estertores de la modernidad, añade a esa algarabía una proliferación de carteles de todo tipo que emborronan los muros de las ciudades en una continua sustitución de unas ofertas comerciales por otras.

Tercer acto: a finales del siglo XIX, el dominio de la electricidad, en cuanto elemento desencadenante de la segunda revolución industrial, hace que enseñas comerciales yanuncios publicitarios se doten de una luminosidad que pasa a ser uno de los componentes básicos de las diversas “ciudades-luz” que van surgiendo por todo el orbe.

Cuarto acto: más o menos por la misma época, las obras de diferentes artistas prestigiosos al servicio de la publicidad comercial añaden a los mensajes mercantiles un componente artístico que contribuye decisivamente a legitimar entre la sociedad de aquel tiempo el creciente componente publicitario de lo público.

Quinto acto: a partir de finales de la segunda guerra mundial, la invención del shopping center y su imparable expansión urbi et orbe logra el prodigio de desplazar paulatinamente a los viejos centros ciudadanos; acontecimiento este que supone, tal vez, el momento culminante a partir del cual lo publicitario –entendido como mecanismo al servicio del comercio y, en último término, de la mercantilización social– se impone definitivamente sobre lo público.

Y sexto y (por ahora) último acto: tras el éxito anterior, el fenómeno de la mercantilización va saturando poco a poco el tejido urbano, hasta el extremo de inmiscuirse en las señas identificadoras más rancias de la ciudad; y así, asistimos hoy –por limitarnos a Madrid– al rebautizo de una vieja estación de metro como Vodafone Sol, a las sucesivas redenominaciones de un vetusto teatro primero como Häagen-Dasz Calderón y hoy como Caser Cal­derón y, tal vez mañana, al cambio de nombre del campo de fútbol del Real Madrid por el de Estadio Santiago Bernabéu Coca-Cola u otra marca global de similar calibre.

¿Qué podemos concluir de esta sucesión? En primer lugar que, como habrá podido advertir la lectora o el lector, la mercantilización de nuestras ciudades, y la consiguiente tendencia a la fusión entre lo público y lo publicitario, viene de lejos. Y si alguien se queja de ese aire mercantil que inunda las ciudades que habitamos, el experto de turno siempre podrá contestarle que las ciudades ya estaban allá por el siglo XVII ahítas de publicidad comercial, en forma de las citadas enseñas, carteles y otros procedimientos.

Pero la segunda conclusión es de más amplio calado. Si las manifestaciones iniciales de lo publicitario comercial en la existencia cotidiana de nuestras ciudades se referían a lo próximo –las enseñas que anunciaban el comercio donde se vendía el pan caliente o las tabernas donde se escanciaba el vino recién vendimiado–, dicha referencia se ha ido distanciando cada vez más al ritmo mismo de esa mercantilización. Y así, el viejo teatro de revistas antes citado ha ostentado durante años el nombre de una marca estadounidense de helados antes de lucir el de una compañía de seguros. Y así, la estación de metro con más solera de Madrid se redenomina con una de las marcas líderes de la telefonía global. Todo ello, en el marco de una existencia crecientemente mercantilizada donde los comercios de toda la vida son sustituidos por ‘súpers’, ‘hípers’ y centros comerciales, y donde los cines de barrio cerraron hace décadas para ceder su lugar a los centros multicine extrarradio donde las películas en 3D se proyectan acompañadas por las inseparables palomitas.

Es de este modo como la creciente fusión entre lo público y lo publicitario comercial proyecta su verdadero sentido: se trata, en último término, de vaciar lo intrínseco de nuestras ciudades, lo que las hacía singulares, para terminar por constituirse en ejemplares seriados de una única macrourbe global donde los “no lugares” de que habla el antropólogo Marc Augé se han convertido paradójicamente en los corazones postizos de unas ciudades que cada vez resultan más indistinguibles unas de otras.

Pero no se trata de un ejercicio de nostalgia. La sustitución de lo nuestro por lo ajeno, de lo próximo por lo global, tiene un sentido muy concreto: el objetivo último radica en que el dominio de nuestra existencia cotidiana y la satisfacción de nuestras necesidades más inmediatas pase a manos de unas instancias lejanas, inalcanzables, que, bajo la forma de marcas globales, nos integran en esa macrociudad única.

Lo que sucede es que si lo que es en definitiva una expropiación tiene lugar al precio de la asfixiante fusión entre lo público y lo publicitario comercial que hoy vivimos, no cabe duda de que la sociedad ya está generando ahora mismo sus anticuerpos. Y si alguien lo duda, que se lo pregunten a quienes ocuparon las principales plazas españolas hace cosa de dos años y pico.

Artículo publicado por Antonio Caro en el periódico Diagonal.


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